14 de noviembre de 2009

Estado oligárquico - Pablo Gómez





El viejo sistema de presidencialismo despótico ha dejado su lugar al Estado oligárquico. Durante décadas los presidentes cedieron a los grupos económicos toda clase de prebendas, incluidas las privatizaciones. Se puede decir que el Estado en México prohijó a casi todos los grupos de la gran burguesía y, a los demás, los apoyó siempre.

Hoy, México tiene la mayor estructura monopolista en América Latina y, consecuentemente, una enorme concentración de poder económico estrechamente ligado a grandes corporaciones extranjeras. La dominación está pasando de una gran burguesía ligada al poder a un sector monopolista cada vez más presente en el poder político, el cual, incluso, ya se representa de manera directa en los órganos del Estado.

El contenido del proyecto fiscal de Calderón nos hizo apreciar más de cerca este fenómeno. En la repartición de las nuevas cargas fiscales se castigó más a la gran masa de contribuyentes y consumidores, pero cuando se pretendió cobrar una parte de los impuestos diferidos de los 430 grupos controladores de empresas, entre los cuales se cuentan a los más grandes monopolios de América Latina, el combate abarcó a casi todos los medios de comunicación y llegó a la presión personal sobre integrantes del Congreso. Calderón acudió al debate y reclamó a los monopolios una parte de las nuevas cargas, debido justamente a su falta de contribución efectiva. Ha sido, sin embargo, el PRI el que medió el diferendo y logró reducir el cobro en 2010 a sólo 25 por ciento de los impuestos diferidos durante cinco años (1999-2004).

El debate sobre la exención de cobro de derechos a los próximos concesionarios de las nuevas bandas de telecomunicaciones (ya se sabe quienes van a ser, aunque la licitación no se ha realizado aún) es una expresión muy concreta del fenómeno de Estado oligárquico. No son concesiones menores ni tampoco a empresarios temerosos; no existen riesgos en las nuevas inversiones sino gigantescas ganancias en ciernes (una tasa de retorno de 200 por ciento); no hay necesidad de incentivos ni de promociones especiales. Es, puramente, una cesión de soberanía y una falta de respeto a la ley.

No existen diferencias apreciables en la forma en que PAN y PRI representan los intereses oligárquicos, aunque siempre se expresan divergencias según los grupos empresariales que están más cerca de uno y de otro. También se manifiesta en ambos el intento de lograr deslindes de las decisiones más antipopulares, pero sólo para efectos del reparto de las cargas electorales que aquéllas pudieran traer como consecuencia.

Las cosas al respecto han llegado al extremo del ridículo con la desaparición de todo un partido en la votación sobre el incremento del IVA: el PRI se esfumó en el Senado. Así, el PRI no vota pero de esa forma hace posible la aprobación del aumento de impuestos: no se lavó las manos, se las ensució. Las cosas han llegado también al extremo cuando el PRI se suma a la cancelación del aumento del impuesto sobre la renta a los trabajadores con ingresos de menos de 10 mil pesos al mes pero admite que todos los demás paguen 7 por ciento más.

Entre el presidencialismo despótico, cuyo remanente caricaturesco son los estados gobernados por el PRI, y el Estado oligárquico —producto del viejo régimen traído al presente a través de una falsa alternancia en el poder— no existe opción: ninguno de los dos sistemas políticos tiene algo de bienaventuranza. Todo esto es un desastre… hasta que todo estalle.