25 de febrero de 2010

“Constancia inquebrantable” - Rosario Ibarra

En medio de la enorme tristeza que me embarga desde hace 35 años, cuando la brutal represión echeverrista me arrebató un hijo; en medio también ahora, en esta dolorida patria, donde la muerte aleccionada por las siniestras ideas de quién sabe quiénes, se lleva cientos de mujeres en Chihuahua, en el estado de México y en otros lugares del país; en medio del horror de saber calcinados a modernos “inocentes” en una guardería de Sonora; en medio del crimen despiadado y siniestro de la ejecución de jóvenes estudiantes en Juárez, que el “mal informado” y falso titular del Ejecutivo federal dijo que eran “pandilleros”; leyendo en la prensa diaria el recuento de crímenes impunes de quienes quizá el mal gobierno “tenga su parte de culpa”, como suele decir y repetir la vocinglería popular… en fin, en medio de las tormentas de falsedad que algunos medios de comunicación nos quieren endilgar, el pasado domingo, en Coyoacán, sentí como si un vientecillo puro y fresco limpiara el ambiente de tantas huellas de dolor y del desamparo y que brillara.

Junto al verdor de los árboles, el verde de la esperanza reivindicadora de años y años en la exigencia de una justicia que no llega, por el amasiato que tiene con los dueños del poder y del dinero, a los que nada importa la vida de los pobres, de los que piensan que son “prescindibles”, que dicen —si se enteran de esas muertes— “qué más da, si al cabo, los jodidos a cada rato tienen hijos”.

Pero volviendo al pasado domingo en una plaza de Coyoacán, pletórica de gente que anhela que esta dolorida patria cambie, que sea “suave”, que el hambre y la miseria no sean los eternos visitantes de sus hogares, que las enfermedades y el crimen no sieguen las vidas de los suyos, que el Ejército (pueblo uniformado) no sea el verdugo de los pobres, que siga siendo el pueblo hermano de los que nos dieron patria y lucharon en 1910 al lado de los que querían el bienestar para todos… pero que fueron traicionados por los ancestros de los vivales que siguen siendo dueños del usufructo de todos los sacrificios que la lucha de hace cien años abominaba de la dictadura.

En una plaza de Coyoacán —repito— llena a reventar de gente esperanzada como yo, de seres humanos ávidos de ánimo, del deseo infinito de un cambio benéfico posible, recordé mis lecturas acerca de Simón Bolívar, de aquel hombre de “constancia inquebrantable”, como le llamó José Enrique Rodó, entre muchísimos otros calificativos que lo describían como lo que fue… y me remito de nuevo al genial ensayista y tribuno uruguayo José Enrique Rodó, que en la esplendorosa descripción de la triada que bautizó como Hombres de América (Montalvo, Bolívar y Rubén Darío), dijo del segundo, “grande en el pensamiento, grande en la acción, grande en la gloria, grande en el infortunio; grande para magnificar la parte impura que cabe en el alma de los grandes; y grande para sobrellevar, en el abandono y en la muerte, la trágica expiación de la grandeza”.

Escribió también Rodó acerca de Bolívar (y no resisto la tentación de copiarlo)… “Algún destello del alma de Alcibíades parece reflejarse en el bronce de esa figura de patricio mozo y sensual”.

Y dice también y lo transcribo con la esperanza de que algunos jóvenes quieran leer Hombres de América, como lo hice en mi juventud y fui entonces y lo sigo siendo hasta estos días, admiradora de ese genial ser humano, del que tomaron el nombre los compatriotas de antaño del actual presidente Evo Morales y llamaron Bolivia a su país, su patria hoy en buenas manos que resarce a su pueblo de todo lo que en el pasado los sátrapas insaciables y codiciosos le arrebataron.

Y la tarde esplendorosa del pasado domingo, grité con júbilo: ¡Viva Evo! ¡Viva Bolivia! ¡Viva Bolívar!, porque pensé allí, llena de júbilo, en su valor, en su ejemplo de revolucionario que no claudica y, sobre todo, en aquella su “constancia inquebrantable”.

Dirigente del comité ¡Eureka!