16 de septiembre de 2010

¿Grito o silencio? | Senador Pablo Gomez

Recuerdo que la Ciudad de México, como otras muchas, se llenaba de banderas, grandes y pequeñas, de pendones, de mantas tricolores; que los cohetes empezaban a escucharse desde días antes de la fiesta; que la gente compraba buscapiés y otras pirotecnias para hacer luz y ruido, para hacerse sentir, digamos. El día del grito, mucha gente salía a la calle, algunos iban a las plazas, al Zócalo cuando no estaba muy lejos, para lanzar confeti, harina, fuegos, en medio de chiflidos de espantasuegras y ruidosas cornetas, con bigotes, barbas y cascos de cartón, y para comer pambazos, buñuelos y demás delicias del siglo XIX. Todo era un desmadre, el desmadre popular. Cuando salía el presidente (sin P reverencial, por favor) la gente silbaba mentadas de madre como una manera de ejercer su libertad en el anonimato de la gran fiesta del pueblo, pero tan luego eso ocurría coreaba vivas a los héroes y a la patria para después admirar los fuegos de artificio. Desde el Zócalo y otras plazas, de regreso, la gente seguía en la fiesta, en el desmadre, por calles y calles. El orden era el del pueblo.

Anteayer, vimos un Palacio Nacional iluminado de azul, luego de lo cual empezó el incendio simulado del edificio. Había 50 mil personas sentadas, con unas lucecitas que no hacían ruido, en perfecto orden, admirando unos inusitados fuegos artificiales, después de haber visto a unas mujeres y unos hombres araña formar con sus cuerpos la palabra MEXICO, y haber visto con asombro levantar un tal coloso, que no era el de Rodas sino el de no se sabe dónde ni con qué motivo. El desfile previo de carros alegóricos, mariachis, bailadoras y bailadores disfrazados de indios –todos con gafete en el pecho–, con creatividad de performance, fue realizado de principio a fin por unos creadores ingeniosos y talentosos, incluyendo al Quetzacóatl que se elevaba, pero sin que la gente hubiera hecho algo, lo que fuera, lo mínimo, más que mirar. Un pueblo espectador. ¿Así está el país?

Se dice que cuando alguien festeja en grande “tira la casa por la ventana”, es decir, gasta más de lo que tiene. Así fue la noche del 15 de septiembre, la noche del bicentenario, pero todo fue arreglado desde arriba, sin la gente, para la televisión cuyos comentaristas estaban instalados en la azotea del Palacio del Ayuntamiento para poder hacer la glosa del gran espectáculo, del performance del sexenio, de la gran fiesta que se dijo popular pero que no permitió a nadie ser pueblo aunque fuera por una sola noche.

Los días anteriores, al menos en la Ciudad de México, las banderitas y los pendones escasearon, el clima festivo de otros años se esfumó sin que se sepa de cierto si era por depresión colectiva o por silenciosa protesta. El mero día del grito la gente encendió el televisor para ver de qué se iba a tratar todo lo anunciado, el esplendor de la Patria acongojada, el patriotismo del gobierno despreciado, la pasividad del pueblo deprimido, el artificio de una fiesta sin creatividad popular, sin la menor espontaneidad que, por lo visto, pretende ser arrancada del alma de la gente por disposición superior y motivos de seguridad. Una fiesta rigurosamente vigilada, con detectores personales y miles de ojos vigilantes del orden perfecto que al final consignaron en los partes oficiales: tarea cumplida, no ocurrió nada fuera de programa.

Pero no. Ese México del espectáculo para la televisión, de la simulación esplendorosa, del orden perfecto de las 50 mil lucecitas prefabricadas del Zócalo, de los carros alegóricos construidos con mucho dinero pero sin la menor picardía; ése, no es el verdadero. Hay otro. Tiempo tendremos de verlo.

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